Después de más de un año sin actualizar, solo tengo una pregunta para vosotros. Sí, sí, no miréis para otro lado: os hablo a vosotros. ¿Se puede saber qué os pasa? De un tiempo a esta parte, he asistido atónita y algo aburrida a una especie de mezcla entre batalla campal, paranoia colectiva, conspiración silenciosa y trifulca de guardería entre algunos de vosotros. ¿Desde cuándo algo tan serio como un oficio digno y respetable ha perdido el interés frente a esto? Todavía no tengo muy claro con qué fin se ha de buscar un círculo de gente que apenas te conoce verdaderamente para que te reafirme en todo, incluso cuando, seguramente, tendrías dos o tres cosas sobre las que reflexionar en la soledad de tu cuarto. No por la imagen que das o el mensaje que transmites: por tu propia salud mental. Sobre las cosas que duelen, las que haces mal, te hará pensar muy poca gente. No la busques en los lugares equivocados, porque socializar en internet no era esto. No lo era. Por las mismas, debatir no ha consistido nunca en escupir comentarios sarcásticos para hacer risa de cómo está la cosa, cuando podríamos aprovechar nuestro preciadísimo tiempo en discutir sobre asuntos relevantes y sustanciosos de verdad. Es más: hemos conseguido que ser irónico se entienda siempre como ser cínico. La paranoia ya no nos deja ni bromear sin que se nos malinterprete. Ya basta de dar lecciones a quien no las quiere. Los que sean mayorcitos, se encontrarán solos con el muro y ya decidirán si se dan de morros contra él o no. A mí, entre todos, conseguisteis bien rápido quitarme las ganas de debatir con vosotros, con todos, de cualquier cosa. Hace un tiempo dije que no entiendo de bandos y en esas sigo, pero parece que da igual. Arrímate a este árbol dos segundos y seréis inseparables a ojos del sauce de enfrente. ¿Ves eso que se aleja en el horizonte? Es tu sentido común. Lo recuperarás cuando mires a la cara a esa persona y seas incapaz de negarle el saludo. ¿De verdad merece la pena?
A mí la concordia me da igual, pero ser amable está infravalorado. Seamos unos hijos de nuestra madre agradables: es posible. Hagamos críticas con fundamento, preferiblemente a quien tenga la madurez necesaria para encajarlas o todavía esté en edad de aprender a hacerlo. Que el objetivo sea enseñar algo y no tocar los cojones, hablando pronto y mal. A mí me gusta que me incomoden si eso me va a abrir los ojos ante algo, pero me parece que no he aprendido a hacerlo con los demás sin ser un poco hiriente. Así que no lo hago, y eso me preocupa. El que calla otorga, ¿no? A ver de quién aprendo sobre incorrección política bien llevada, sin entrar en lo personal o sin dejarme llevar por la crispación que flota en el ambiente. Al final, acabaremos acostumbrados a que nadie nos diga nada que nos resulte inconveniente, encerrados en nuestro palacio de cristal, con un séquito gritando bajo nuestro balcón que es todo pura envidia, odio, aburrimiento. La otra opción parece ser aceptar de buen grado que te sometan a un fustigamiento verbal ridículo en pos de «progresar», como si los que nos preocupamos por nuestro trabajo profundamente no tuviéramos suficiente con lo que nos exigimos a diario a nosotros mismos, muchas veces dejándonos la salud y hasta las ganas. Y es que ahí está el tema: lo inteligente es ser exigente con uno mismo. Tenemos que recordarnos los unos a los otros cómo conseguirlo de la mejor forma posible, en vez de ponernos en ese lugar que creo que no nos corresponde. Explícame cómo ser mi propio maestro y lo habrás hecho todo bien.
Vivimos en una sociedad con una percepción del individualismo y el colectivismo que está patas arriba. El «piensa por ti mismo» se convierte en «piensa solo en ti mismo»; el «busca el apoyo en los demás» en «busca que los demás te apoyen siempre». Crónica de un desastre anunciado. Mi generación ha crecido bombardeada por dos conceptos absolutamente contradictorios que, aunque no la excusan, explican gran parte de todo esto. «Triunfa antes de entender siquiera qué significa el éxito para ti. Haz todo lo que puedas cuanto antes. Llega lejos. Sé el primero y el más joven. Crece rápido profesionalmente». Mientras, cada mediodía, un grupo de amigos veinteañeros hacen acto de presencia en tu televisión. Están confusos, perdidos y tienen miedo del futuro. Les aterra. No saben mantener relaciones duraderas y se exigen poco en lo personal porque «todavía son demasiado jóvenes para pensar en las consecuencias». Así que buscamos que personas sin ninguna madurez emocional se exijan la excelencia en el resto de aspectos de su vida y, para que la alcancen, les damos una dosis demasiado alta de patadas o de palmaditas en la espalda. Fantástico. Desde que era muy pequeña y hasta hace no demasiado, siempre me había sentido bastante sola en este aspecto. A mí me emocionaba crecer —y lo sigue haciendo— por el simple hecho de hacerme más mayor. No me daba miedo ser más responsable o tener más ojeras. No me preocupaba perder por fuera para ganar por dentro. Sin embargo, se nos anima a lo contrario desde tantos frentes que os aseguro que es imposible no sentir esa presión alguna vez. Para no sucumbir a ella, hacen falta algo más que actitudes panfletarias y consejos en 140 caracteres.
Durante estos meses, he intentado dejarme el cerebro cada día en entender qué está ocurriendo en el mundo e invertir parte del tiempo que pasaba en las redes en acercarme a mi parque de confianza a leer, observar y escuchar. Lo cierto es que me he quitado un peso tremendo de encima. La verdadera pena es que, por aquí, entre estos bytes surrealistas, aprendí muchas cosas interesantes. Vi ejemplos de lo que hacer y lo que no. No me hizo falta la guía de un grupo hermético de eruditos y sapientes compañeros. Me senté ante esta misma pantalla, escribí lo que me apetecía escribir y os observé con mucha curiosidad. A algunos con admiración, a otros con estupor y a los pocos que quedaban con todo el sentido del humor que le puedo aplicar a las cosas que no comparto o que no entiendo. Pero siempre intenté hacer mi camino. Seguro que dije estupideces y sigo aprendiendo a aceptarlo para no volver a equivocarme, todo esto sin que nadie me haya puesto la cara en mi propia mierda.
¿Queréis saber las putas verdades de la traducción? Pues no existen. A menudo, me siento delante del ordenador y me pregunto cuándo empezamos a necesitar listas, instrucciones y manuales breves para todo; cuándo empezamos a meter el dedo acusador en el ojo del compañero de enfrente, en vez de hacer algo que le inspire verdaderamente a plantearse si debe cambiar. No hace falta hacer que los demás se sientan despreciados para que piensen: al contrario, es la mejor forma de conseguir que se enroquen en la actitud opuesta. Supongo que escribir algo inteligente y cautivador, a la vez que crítico e incómodo, no es una tarea fácil. Yo no sé hacerlo, pero me gustaría que alguien me enseñara. Me gustaría que, al mirar hacia cualquier dirección, pudiera encontrar a alguien a quien admirar por lo que dice y no por lo que pone en el escaparate. Me gustaría que internet volviera a resultarme tan emocionante como hace diez años.
Estoy cansada de leer cosas sobre esto, de escribirlas, de volver a ellas meses después. Agotada. No quiero volver a hacerlo nunca más. Odio perder el tiempo pensando siquiera en esto, pero aquí me tenéis, a pesar de todo. Así que solo os pido una cosa. Una y no más: que penséis lo que penséis, hagáis por no quitarle esa ilusión que un día sentí a los que vienen detrás. Para eso no hace falta montarles en una nube de algodón y decirles que todo será maravilloso. No hace falta que os matéis por «la imagen que se está dando». Hace falta que nos contéis, como solo vosotros sabéis, cosas fascinantes. Que nos transmitáis lo positivo de esta profesión sin personalizarlo absolutamente siempre en vuestros propios triunfos, aunque podáis compartir vuestra alegría por ellos siempre que os apetezca de una forma, digamos, algo menos afectada y teatral. Me gustaría leer más cosas como esta y poder seguir con mi día, satisfecha. Quizás nunca hubo tantas como pensaba. O igual es cosa de estas tres canas nuevas que tengo en la cabeza.